Hay mucho interés en demonizar

La mirada de Anahí Berneri es única en nuestro universo de relatos. Elena sabe, su último film, era una fábula thriller sobre maternar a los padres. Así, mirando hacía atrás, su cuerpo de trabajo ha contado como pocos: Alanis, que le valió la Concha de Oro como directora en San Sebastián, Por tu culpa, Tiempo libre, y más, han ido dejando una surco sobre reflexiones que pocas creadoras han tenido en nuestro país: la exploración de crecer, de momentos, de lazos afectivos y la responsabilidad (antes que lo romántico) que representan (y cómo paradójicamente esa responsabilidad es más que el romance). Ahora ha vuelto al teatro, y lo hace con una obra que basada -palabra que queda corta, quizás sumergida- en los cuentos de Alejandra Kamiya, y también de la mano de los dramaturgos Javier Berdichesky y Andrés Galllina. La obra, que se puede ver en Dumont 4040, es Lo que se pierde se tiene para siempre, pero ella, antes de entrar en su trabajo junto a Sofía Gala, Marita Ballesteros, Enrique Amido y Camila Marino Alfonsín confiesa: “Yo ya había hecho teatro, y siempre me daban ganas de volver. Había hecho una obra de Santiago Loza, había escrito y dirigido teatro infantil cuando mis hijos eran chiquitos. Toda mi adolescencia estudié teatro. Algo del teatro me gusta y me convoca. Este era un proyecto que tenía antes de Elena sabe, que para mí hablan de lo mismo, de maternar a los padres. Fue un proyecto que me acerco con Alejandra Kamiya, y se incorporaron Andrés Gallina y Javier Berdichesky, porque yo no me sentía preparada para la dramaturgia de una obra así”. Y suma: “Para mí el teatro tiene un desafío muy grande, que es la palabra, que el cine no la tiene. Si bien la palabra es importante, no esta en el centro. El cine es la imagen y la captura del tiempo, esa cosa del tiempo que retrata los cambios, de las emociones, del paso del tiempo, de lo que sea. En cambio en el teatro, la palabra tiene un lugar protagonista, que por eso existe la dramaturgia como género, y el guion no es un género, o es un género que leen pocas personas. Tenía proyectos para filmar este año, iban a estar pegados con la obra, y se abrió el tiempo y el espacio para hacer esto bien, por cuestiones que todos conocemos, como un Incaa que no existe”. Y finaliza: “Antes quería hacer una película, una obra de teatro, quería lograr eso, pero los tiempos, las plataformas y la vida me llevaron a otro lugar. Quedarnos con algo de la actuación, con algo más esencial, con algo más primario”.

—¿Qué sentís que encontraste en la obra, después de tu camino en el cine?

—A mí la convención teatral me parece muy liberadora, en el sentido que te muestro un pañuelo y digo que es una bebé, y es un bebé. Punto. Eso es libertad. Generas un universo lúdico, sin la necesidad de construir. Si digo que alguien se ahorca, vos ya entendes, no necesitas la producción de construir un campanario para que alguien se ahorque. ¿Es más fácil? No. Y la convención: siento que el teatro es acuerdo con el espectador, que cuela o no. Ese es el juego, dosificar. Hay algo hermoso del teatro que te deja algo operístico. Cada función es distinta, hay que perder el control como director, el teatro es de los actores. Pero es posible la coreografía. En el cine también trabajo marcando lo coreográfico, sobre todo con la cámara, desde el afuera hacía adentro. 

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—¿Qué te interesaba de seguir contando, como decís, de “maternar a los padres”?

—Esto es lo último, lo juro. Esto sí, lo que decimos, lo que me hicieron notar, que estoy muy con el tema de los cuidados, con el tema de los apegos, y por otro lado que leyendo a Camilla es lo que me sale decir que trata su literatura. Por eso me resuena. Creo que voy a  seguir pensando en los roles de género, porque es lo que me sale desde chiquita. Y no quiere decir que vaya a hablar de maternidad, o de cuidar a los padres, si no también de las relaciones amorosas. Algo de pensar en los ciudadanos hacía los otros necesito, la empatía, el apego. Sí sigo trabajando en esta línea, siento que hay mucho de Alejandra Kamiya para explorar. Nunca sé el próximo paso. 

—A diferencia de “Elena sabe”, hay una cosa que mezcla lo cotidiano con una puesta en escena muy dinámica. ¿Por qué?

—Estamos en un teatro, Dumont 4040, pero en todos te van a decir lo mismo: que hay muy poco espacio de guardado, que hay muy poco lugar para meter las cosas. Yo había pensado una escenografía…pero siempre apareció el ideal del ego, desde que leí la obra, muy casita japonesa. Lo primero que se me aparecía era el libro de pop-up, hay algo del cuentito que se iba desplegando. Hay algo de la multifuncionalidad de los objetos. Me molestan mucho las escenografías que son fondos. Incentivar un poco la imaginación del espectador. También me gustaba la idea de que todos vivimos en una casa, pero vivimos en compartimentos separados, que a veces nos vemos y a veces no nos vemos. Las casas ahora son multifuncionales. Trabaje con Lucas Outeda. Fue un desafío para las dos jugar con este concepto de vacío. Nos sentamos juntas con el guion, y yo fui al primer ensayo con una propuesta, pensando en esa escenografía, que tardó en llegar. 

—¿Cómo fue el trabajo con los actores?

—Es otra cosa, es más profundo. Algo que tiene el teatro para mí, que es maravilloso, y que no lo permite tanto el cine es la composición. El cine es casting, es encontrar un anillo al dedo. En el teatro, Sofía, de buenas a primeras, nunca le había visto hacer un papel donde es sumisa a sus padres, ella es mucho más rebelde, más punk. Acá hizo una composición con mucho trabajo, que salía de su zona de confort y nos divertimos mucho haciéndola. Marita Ballesteros hace una composición hecha y derecha. No hay tiempo para ensayar cine. Acá es otro trabajo, donde lo podes volver a pensar. 

—¿Cómo ves el teatro en Argentina?

—Es increíble lo que pasa con el teatro en Argentina. Estamos a nivel de Londres, tranquilamente, por cantidad, por variedad, por tipo de propuesta, porque viaja por el mundo, igual o más que le cine. Estamos en un momento de crisis, y nosotras vamos 5 funciones agotadas. Yo creo que tiene que ver con la falta de ficción en la televisión y en el cine. El espectador si quiere que le hablen de sus cosas, con actores que conocen. Es sociológico eso, para mi el espectador argentino quiere ver ficción argentina. A mi lo que me angustia del cine es la demonización que se hace, la cantidad de mentiras. La página del Incaa dice cosas como “defendiendo al consumidor” y no hay ni página. Quedamos como si fuéramos los ladrones. Desde el 2015 no funciona el Incaa, no todos podíamos producir, la industria no era floricienta, nos callamos la boca porque las plataformas nos dieron trabajo. Estaban dinamitados los subsidios que se daban, con subsidios que no funcionaban, con una cuota de pantalla que ya no se daba, sin orden, sin política cultural. Era un descontrol donde se hacía demagogia política para que nadie diga nada.

Quien entraba un guion al instituto muy raramente se lo rechazaba: había que entender que se podía producir, que haya lugar para ópera primas, películas masivas, películas de nicho y así. Hoy se dice que solo se puede filmar una película por una y después poder avanzar con otro proyecto en el Incaa, no existe, es atentar contra la industria.

Hay mucho desconocimiento y mucho interés de demonizar, de pensar “estos progres de mierda”.

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