Lo que pasa en zumba queda en zumba

El salón está listo y yo también. Tengo una remera gris de manga corta que solía quedarme bien y unas calzas negras ajustadísimas que cada vez que me saco me dejan una marca de la cadera al tobillo. Es la presión que me dice pará, no me aprietes más. Yo no paro. Estoy parada. Al fondo a la izquierda. En la última fila de las tres que se armaron en este lugar que es un subsuelo lleno de mujeres de treinta, de cuarenta, de cincuenta; enfrente, la pared hecha de espejo. Qué castigo, no quiero verme aquí ni así. En la primera fila una rubia de pelo suelto, una morocha de rulos desabridos atados en una colita, una tercera de rodete disfrutan. Yo las veo. Entonces suena la música y arranca la clase de zumba.

La profesora es una tromba marina. Bajita, maciza, tiene los muslos apelmazados y ese ritmo que se consigue cerca del mar. Ella y su cadera son una insolencia y se toca el cuerpo según las letras. Cada tanto llama a modelar y vocifera: “Vamos chicas, posen”. Yo miro todo el tiempo hacia el piso porque aún no lo consigo; no es vergüenza, hace meses que estoy desorientada; años atrás hubiera levantado la vista. Yo sabía bailar.

Y hoy la angustia es peor. Arriba de este sótano, en las calles, miles de mujeres, desde la adolescencia en adelante, marchan por las consignas del feminismo: basta de matar, basta de discriminar, mismo puesto mismo salario, la maternidad no es obligación, las tareas de cuidado también son masculinas, el cuerpo no es cosa, no es cosa para ser controlada, no es cosa para ser exhibida y yo cruzo las manos para tocarme la cola al ritmo de ese diálogo que repite “Mami yo soy bueno/ papi tú eres malo”. Tarareo para adentro. Los reclamos tan actuales y las cantantes que siguen con lo mismo: Karina acusa “sinvergüenza” y después “atorrante”, y Tini canta una que sabemos todas: “Para salir de fiesta/ bailando reggaetón en cámara lenta/ le metemos cumbia, la que revienta/ pónmela lenta/pónmela lenta/ ¡Pará!”. Pero sigo, porque me lleva el ritmo, porque me gusta, porque yo bailé siempre canciones como estas. No es fácil cambiar todo al mismo tiempo.

Las tres de la primera fila son un espectáculo. Las envidio. Siguen las coreografías sin errores, a mí el cuerpo no me acompaña, y además no les importa. ¿En qué estoy pensando? Me digo: ¡bailá! nadie va a pensar que sos machista porque meneás hasta abajo. Ellas, en cambio, son reinas: se miran al espejo y abren la boca en una mímica exagerada cuando cantan “quiero hacerte el amor, pero el amor de mi vida”, se levantan la remera como si fuera una minifalda en un gesto tremendamente sexual que no funciona, hacen temblar sus pechos con un movimiento de hombros como diciendo, como la cantante del tema, sí, esto es lo que te perdiste. El cuerpo es un trofeo. Dale, mírame que estoy mejor ahora. Ninguna de las tres para. Mano para adelante, cola para atrás, repiqueteo y pasito y pasito a la derecha con un brazo en dirección a la oreja y el otro en la cintura y después lo mismo, pero a contramano y mirame, pero ya no me podés tocar porque “me resultaron falsas toditas tus palabras”. Una sentadilla y medio giro y una vez más y los ojos clavados en el espejo para morderse el labio inferior cuando la música lo que dice es que la mujer quiere más de lo que el hombre le da. “Ojalá no te hagan lo que me hiciste aquella vez, ojalá que te arrepientas y que quieras volver”. ¿Existe una forma feminista de bailar? Me siento culpable.

Unas canciones más tarde la clase termina. En el sótano no hay una sola ventana ni tampoco aire fresco pero el encierro me funciona: lo que pasa acá se queda acá. Eso pienso. Afuera, en el mundo, el resto. Yo me calzo la campera negra que me tapa por completo, recojo del suelo mi botella de plástico rojo y vuelvo a casa. Y repito: aquí no ha pasado nada.

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